¿Valió la pena?

Si algo ha caracterizado a la clase política que nos gobierna desde 1958 es su incansable e incesante capacidad de prometer. Desde la solución de los problemas que aquejan a los venezolanos desde tiempos inmemoriales hasta fastuosas obras de infraestructura que nunca se concretan.

Elección tras elección se repiten las mismas promesas. La lista de los problemas no hace más que crecer. Los problemas en sí mismos se hacen cada vez más graves y por lo tanto de muy difícil solución.

Es este mecanismo perverso el que lleva a los venezolanos a pensar, en 1998, que la situación que se estaba viviendo no podía ser peor. Dado que el ciclo de promesas se repetía, a lo mejor era necesario cambiar de oferente. Es decir, un grupo de personas distintas a las que habían gobernado hasta ese momento.

No contaban los electores con el pequeño detalle de que estos actores, miembros del reparto de lo que hoy llaman cuarta república, no venían de Ganimedes. No son más que un extracto de esas personas que medraron del ejercicio del poder de alguna forma o de otra. Un grupo cuyas capacidades nos permitía anticipar que doce años después estaríamos más atrás del punto de partida. Al revisar las encuestas de opinión pública vemos como entre los problemas que preocupan a los venezolanos están los mismos de 1998, pero mucho más graves y de una resolución mucho más complicada y, ahora acompañados de problemas que no soñábamos tener.

Viendo nuestro devenir en retrospectiva, nos preguntamos si llevamos un rumbo que nos permita salir del círculo perverso de las promesas incumplidas. Miramos a nuestro alrededor y vemos una clase política sumamente pervertida. Una que cree que una posición ideológica es más importante que la calidad de vida de los ciudadanos. Unos burócratas que cuando usan la oración “bajar los recursos” demuestran su absoluta ignorancia de que ostentan cargos productos de una delegación que recibieron de sus verdaderos jefes: los venezolanos, el pueblo mismo pues.

Es así que piensan que son miembros de una especie de ejército invasor que viene a imponer a sangre y fuego una forma de hacer y pensar las cosas que debe ser aceptada a pie juntillas. No cabe discusión, las órdenes deben ser cumplidas. Desde esa perspectiva, no pasa por sus mentes la posibilidad de rendir cuenta, de sentir vergüenza por los errores cometidos, de pedir se les excuse por las tareas no realizadas. Todo se reduce a servirle al líder que les da viabilidad política. Aquel sin el cual no tendrían posibilidad alguna.

Tenemos una clase política gobernante que se siente por encima del pueblo al que tienen la obligación de servir. Se deben solo a un proyecto político, a una ideología. El mayor agravante es que la ideología ha probado ser obsoleta e inútil y el proyecto político tiene nombre pero no existe.

Esto nos permite entender como un ministro después del rutilante fracaso en el manejo de la crisis de El Rodeo, se conforma con que le quiten las responsabilidades relativas al sistema carcelario, pero no le pase ni remotamente por la mente renunciar. Por muchas razones. Porque sus políticas han probado ser insuficientes e inadecuadas para resolver el problema del delito, por ejemplo. Porque permitió que el problema de las cárceles llegara al vergonzoso estado en el que se encuentran hoy. Y más importante, por su manifiesta incapacidad para conducir un ministerio que se relaciona con los aspectos fundamentales de la convivencia ciudadana.

El ejemplo anterior no es único. Son muchos los ministros que desempeñan cargos para los cuales no poseen formación y preparación alguna. Lo único importante en el currículo de un funcionario de este gobierno es su lealtad al presidente. Nada más. No hace falta otra cosa. De ahí que hayamos visto ministros de educación superior que no saben hablar y que no tienen credenciales académicas necesarias para regir tan delicada materia.

Hemos visto ministros ir y venir. Militares, cantantes, poetas, ingenieros, arquitectos, pare usted de contar. En todo caso, han sido muy pocos los que has mostrado algún grado de conocimiento para manejar la materia que le ha sido encomendada.

Hay que decir que el jefe no está exento de este problema. No tiene capacidad de estadista. Siempre dirige su mirada al pasado. No hay futuro. Siempre hace referencias a cosas que a la mayoría de los venezolanos no les importa. Un jefe que impone una agenda que está divorciada de los problemas que a los venezolanos les toca sufrir día tras día.

Lo cierto es que los problemas siguen ahí. Algunos ejemplos. En 1998 el déficit de unidades habitacionales alcanzaba un millón. Doce años después se ubica en dos millones y medio. Es decir, este gobierno no fue ni siquiera capaz de impedir que el número de familias sin hogar siguiera creciendo. Otro, en 1998 el número de asesinatos a manos del hampa alcanzaba las cuatro mil personas. Hoy se proyecta que a finales de 2011 habrán muerto unos quince mil venezolanos en doce meses producto de la acción de una actividad criminal que cada vez se hace más fuerte.

Nos lleva esto a hablar de soberanía. Palabra con la que esta clase política se llena la boca. Nunca la soberanía venezolana se había visto tan amenazada. Particularmente desde adentro. A menos de tres kilómetros a vuelo de pájaro del palacio de Miraflores hay grupos que declaran sus territorios como liberados. Representantes del estado tuvieron que negociar con unos pranes para que le devolvieran el control de una cárcel. La delincuencia esta desatada de tal manera que el venezolano se ve obligado a recogerse temprano, a someterse a los desmanes de hampones que se meten en sus casas para amenazar sus vidas y quedarse con el producto de su trabajo.

Mientras tanto, en Ciudad Gótica, encontramos a una clase política preocupada de una agenda totalmente distinta. Preocupada de que los medios no revelen la triste realidad que al final no hace más que poner en evidencia la incompetencia de quienes se encargan de administrar el estado en este momento.

En 1998 la gente estaba cansada de esto. De esto mismo. No de otra cosa. Porque si tomáramos aquel aguerrido discurso del hoy presidente, lo podríamos trasladar a nuestros día sin mayores problemas. Y volveríamos a hablar de cúpulas podridas, y de decisiones tomadas entre gallos y media noche, y de una corrupción rampante que nos hace preguntarnos nuevamente: ¿dónde están los reales?

Y la pregunta final: ¿Valió la pena? ¿Fue para esto que los venezolanos decidieron darle la oportunidad a otra gente? ¿Fue para que abusaran del poder de la misma forma que lo hicieron quienes les antecedieron? ¿Fue para que la gente siga siendo víctima del hampa? ¿Fue para que la violencia no sea monopolio del estado y esto de parezca cada vez más al lejano oeste norteamericano? ¿Fue para que la defensora se ocupe de cualquier cosa menos del pueblo? ¿Fue para que la justicia sea un apéndice del partido de gobierno?

La lista de preguntas es interminable. La única manera de que esto haya valido la pena es que quienes tomen el testigo rompan el círculo vicioso de las promesas incumplidas y convoque a los capaces a resolver los problemas que angustian al pueblo. Al Soberano.

José Vicente Carrasquero A.


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